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HUMAN TALK

HACE MUCHO YA...

El pecado de ser diferente

2/26/2017

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Dar testimonio puede ser una forma de concienciar al mundo de cuáles son los errores que no debemos volver a cometer y de cómo nuestra sociedad puede ser mejor. Fue lo que pensé ayer mientras escuchaba la radio y hablaban de casos de niños acosados.

Con el tiempo miro al pasado y recuerdo ciertos momentos con pena. Miro desde fuera, desde otra perspectiva, al niño que fui y me transmite tanta ternura y, a la vez, tanta rabia el sufrimiento gratuito que a veces ese niño vivió.

Recuerdo un día… Había terminado el curso (no puedo recordar cuál en concreto) y por fin se publicaban las notas. Era una soleada mañana de Junio y yo había desayunado feliz, embobado con los dibujos animados, y estaba ansioso por ir al colegio a comprobarlas. Como hacía calor, me mojé el pelo y me peiné (me repeiné más bien) y con una camiseta de tirantes, un pantalón corto y unas sandalias salí al mundo. Calle abajo canturreaba y alzaba mi cara para disfrutar del sol.

Al llegar había niños, profesores, padres… yo pasé entre ellos emocionado y absorto en mi mundo. Continué directo al tablón de las notas y busqué ansioso mi nombre. Con toda la ilusión del niño que era, fui sonriéndome por aquellos notables y sobresalientes que tanto esfuerzo me habían costado y me sentía pleno porque la recompensa merecía la pena.

Cuando iba a darme la vuelta para buscar a mis amigos, sentí un tremendo dolor en el muslo izquierdo. Proferí un grito contenido y me volví sobre mis pies. Al tocarme con la mano comprobé que tenía clavada una espina de 5 centímetros en la pierna. La saqué enmudecido por el dolor. Un chorro de sangre comenzó a brotar y puse la espina, ahora enrojecida, sobre la palma de mi mano sin entender que había pasado. Entonces alce la vista y, a pocos metros de mí, cuatro chicos estaban riéndose y señalándome con el dedo.

En ese momento se terminó mi día soleado. Se acabó mi canturreo. Se terminó mi ilusión por las notas de fin de curso. Se volvió a ensombrecer el mundo de un niño inocente que de nuevo era dañado sin motivo. Simplemente se volvió a romper en mil pedazos mi corazón; una vez más…

Con pena y rabia cerré el puño y atrapé aquella espina. Me recompuse y contuve las lágrimas y el dolor. Sabía que si decía lo que había pasado a alguien sería mucho peor, o que probablemente todo el mundo se iba a reír de mí. No, lo mejor era agachar la cabeza y huir. Cojeando, atravesé el colegio y volví a casa a encerrarme en mi cuarto.

Esto que os cuento sólo es una pequeña anécdota de lo que puede sufrir un niño por ser diferente. De lo que puede sufrir A DIARIO, constantemente en su vida y que les hace no querer salir al mundo para evitar sufrir. Es muy triste. Tan triste…

Por suerte, en mi ADN traía una fuerza innata, una energía que me permitió con los años dejar atrás aquella etapa y recomponerme. Pero no todos tienen esa suerte. Hay niños que toda su vida se convierten en adultos con miedos e inseguridades. Hay algunos que se intentan suicidar. Y algunos que lo consiguen.

Pero no son los niños los culpables sino los adultos, que permitimos que esta sociedad los eduque en el miedo a la diferencia. Cuando esos niños se ríen del gordo, del gafotas, del friki, del marica, del empollón, sólo reflejan lo que sus padres le enseñaron: “destruye todo lo que sea diferente a ti, porque lo diferente puede poner en cuestión tu modo de vida y los seres humanos no queremos cuestionarnos nada que nos haga sentir inseguros.”

Para no dejaros mal sabor de boca, os contaré otra anécdota. Un par de años después (yo debería tener unos 14 años), cuando ya había dejado atrás el miedo y había decidido que nadie iba a hacerme daño jamás por ser diferente, me crucé con uno de esos niños crueles. Íbamos cada uno a un lado extremo de la calle. Él, pobre ingenuo, volvió a insultarme como hacía siempre que me veía. Él, aquel día, desconocía que yo ya no era ya el Juan indefenso, sino que me había convertido en el creador de mi propio mundo.

Me cambié de cera, me acerqué a él y le agarré del cuello. Con una fuerza que salió de no sé dónde, le levanté dos palmos del suelo y mirándole a los ojos le pedí que volviera a repetirme a la cara lo que acababa de decir… Aquel chico lloriqueó y balbuceó algo parecido a un perdón. Lo bajé de nuevo al suelo sin dejar de mirarle a los ojos y, al liberarle, salió corriendo con el rabo entre las piernas.

Jamás se atrevió a mirarme a los ojos nunca más.


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    Juan Lobón

    The human, o la soportable levedad de ser simplemente uno mismo

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